En la soledad de su espartaba habitación, Faruq observaba con ojos vidriosos su última dosis de nantio ascender desde el interior incandescente de la pipa, en forma de sinuosas formas translúcidas que fluían hipnóticamente hasta desaparecer. En algún punto de la noche cerró los ojos y apoyó la cabeza en la pared, sucumbiendo a esa familiar sensación a caballo entre el sueño y la vigilia. Incluso en su embotamiento mental, las sensaciones hormigueaban en su corazón, peleando contra el estupor de la droga para salir y reabrir la misma herida que pretendía cerrar.
Faruq volvió a verse a sí mismo en esa celda, rodeado de sangre, de muerte, con la espada goteando en la mano y el corazón latiendo en su garganta. Aquel momento de silencio tras el combate hacía que hasta lo más secundario tuviera un fuerte eco en su recuerdo: plic, plic, plic. Tu-tum, tu-tum, tu-tum.
Khalik, Absí y el tercer guerrero que había combatido junto a él se retorcían de dolor en el suelo, alimentando lo que ya era un enorme charco de sangre. Se admitió a sí mismo que barajó por un momento la opción de coger a Laila y coger a Dhaida de la mano, dejar atrás el combate, robar algunos víveres y un par de caballos y marcharse lejos de allí. Fue justo entonces cuando tuvo claro que la culpa por dejar morir a esos hombres, sabiendo que podía hacer algo por ellos, le perseguiría toda su vida. El egoísmo no era un rasgo común entre los suyos, pues las viejas historias siempre enseñaban que eso mismo fue lo que llevó al buitre a su perdición.
No podía dejarlos ahí. Y sólo conocía una forma de ayudarles. Probablemente la peor, porque no era el lugar, porque tampoco era lo indicado, porque no tenía nada que ofrecer a cambio… Por tantos y tantos motivos. Recurrir a ella estaba prohibido, especialmente para los suyos, especialmente para él, especialmente en ese lugar. Pero no había más opción en ese momento, y si la había, no supo verla.
Tan sólo buscó la complicidad en los ojos de Laila, quien se limitó a asentir en silencio, como si le hubiera leído la mente.
Alzó las manos temblorosas sobre las heridas de Khalik, sabiendo que el médico podría curar más tarde a Absí con sus conocimientos. Cerró los ojos, inspiró hondo, trató de serenar sus pensamientos. De encontrarla, en su corazón, donde siempre la llevaba, casi desde que podía recordarla. Un amago de sonrisa torció sus labios, sintió de inmediato un contacto cálido por todo su cuerpo, suave y magnético. Se dejó atrapar por él, al completo, evadiendo por completo su mente de la realidad durante unos instantes. Su voz le llamó sin necesidad de palabras, le incitaron a caminar a ciegas, percibiendo los sonidos del desierto, el calor del sol reflejándose en la arena, el olor fresco de los oasis entre los que había crecido... Le embriagaron tantas sensaciones que casi creyó poder abrir los ojos y verse en casa de nuevo.
Pero todo aquello desapareció de inmediato. De pronto el negro vacío se lo tragó, hundiéndole a una vertiginosa velocidad, alejándole de aquella reconfortante sensación y llevándole directo a la oscuridad. La voz que antes le llamaba cálidamente de repente se se había convertido en truenos que amenazaban dejarlo sordo. Le acusaban, le humillaban, le vapuleaban. Le hicieron sentir terrible, terriblemente culpable de lo que ya había iniciado y no podía parar. A pesar de que su cuerpo en el mundo físico no se movía y su expresión no variaba, interiormente Faruq gritaba desesperado, tratando de nadar contra aquella brutal corriente que le arrastraba más y más.
Hasta que, súbitamente, la sensación se terminó. Nada quedó del caos enfurecido que había acontecido contra él. Sólo se encontró, en el frío negro y el silencio. El abandono y el desamparo le estrujaron el corazón, y nada más escuchó que no fuera el eco de su propia soledad. Faruq abrió los ojos, dándose cuenta en ese momento de que estaban totalmente anegados por las lágrimas. Khalik ya se había levantado, y se intentaba hacer cargo de Absí. Fue vagamente consciente de que Dhaida y Laila se agarraban por los brazos y tiraban de él, arrastrándole fuera de la celda. Pero Faruq no veía nada, no escuchaba nada, no sentía nada. No pudo pensar en otra cosa que no fuera la absoluta certeza que acababa de instalarse en su corazón, negra y pesada como un plomo:
Ella le había abandonado.
Faruq volvió a verse a sí mismo en esa celda, rodeado de sangre, de muerte, con la espada goteando en la mano y el corazón latiendo en su garganta. Aquel momento de silencio tras el combate hacía que hasta lo más secundario tuviera un fuerte eco en su recuerdo: plic, plic, plic. Tu-tum, tu-tum, tu-tum.
Khalik, Absí y el tercer guerrero que había combatido junto a él se retorcían de dolor en el suelo, alimentando lo que ya era un enorme charco de sangre. Se admitió a sí mismo que barajó por un momento la opción de coger a Laila y coger a Dhaida de la mano, dejar atrás el combate, robar algunos víveres y un par de caballos y marcharse lejos de allí. Fue justo entonces cuando tuvo claro que la culpa por dejar morir a esos hombres, sabiendo que podía hacer algo por ellos, le perseguiría toda su vida. El egoísmo no era un rasgo común entre los suyos, pues las viejas historias siempre enseñaban que eso mismo fue lo que llevó al buitre a su perdición.
No podía dejarlos ahí. Y sólo conocía una forma de ayudarles. Probablemente la peor, porque no era el lugar, porque tampoco era lo indicado, porque no tenía nada que ofrecer a cambio… Por tantos y tantos motivos. Recurrir a ella estaba prohibido, especialmente para los suyos, especialmente para él, especialmente en ese lugar. Pero no había más opción en ese momento, y si la había, no supo verla.
Tan sólo buscó la complicidad en los ojos de Laila, quien se limitó a asentir en silencio, como si le hubiera leído la mente.
Alzó las manos temblorosas sobre las heridas de Khalik, sabiendo que el médico podría curar más tarde a Absí con sus conocimientos. Cerró los ojos, inspiró hondo, trató de serenar sus pensamientos. De encontrarla, en su corazón, donde siempre la llevaba, casi desde que podía recordarla. Un amago de sonrisa torció sus labios, sintió de inmediato un contacto cálido por todo su cuerpo, suave y magnético. Se dejó atrapar por él, al completo, evadiendo por completo su mente de la realidad durante unos instantes. Su voz le llamó sin necesidad de palabras, le incitaron a caminar a ciegas, percibiendo los sonidos del desierto, el calor del sol reflejándose en la arena, el olor fresco de los oasis entre los que había crecido... Le embriagaron tantas sensaciones que casi creyó poder abrir los ojos y verse en casa de nuevo.
Pero todo aquello desapareció de inmediato. De pronto el negro vacío se lo tragó, hundiéndole a una vertiginosa velocidad, alejándole de aquella reconfortante sensación y llevándole directo a la oscuridad. La voz que antes le llamaba cálidamente de repente se se había convertido en truenos que amenazaban dejarlo sordo. Le acusaban, le humillaban, le vapuleaban. Le hicieron sentir terrible, terriblemente culpable de lo que ya había iniciado y no podía parar. A pesar de que su cuerpo en el mundo físico no se movía y su expresión no variaba, interiormente Faruq gritaba desesperado, tratando de nadar contra aquella brutal corriente que le arrastraba más y más.
Hasta que, súbitamente, la sensación se terminó. Nada quedó del caos enfurecido que había acontecido contra él. Sólo se encontró, en el frío negro y el silencio. El abandono y el desamparo le estrujaron el corazón, y nada más escuchó que no fuera el eco de su propia soledad. Faruq abrió los ojos, dándose cuenta en ese momento de que estaban totalmente anegados por las lágrimas. Khalik ya se había levantado, y se intentaba hacer cargo de Absí. Fue vagamente consciente de que Dhaida y Laila se agarraban por los brazos y tiraban de él, arrastrándole fuera de la celda. Pero Faruq no veía nada, no escuchaba nada, no sentía nada. No pudo pensar en otra cosa que no fuera la absoluta certeza que acababa de instalarse en su corazón, negra y pesada como un plomo:
Ella le había abandonado.
Por Hna. Celica Soldream
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