"Tengo mujer, y dos hijas", había dicho el médico, eclipsando el eco de voces confrontadas que llenaban las paredes de esa húmeda celda...
Laila inspiró profundamente, llevándose una mano al vientre. En su interior, sólo había vacío. Un vacío ponzoñoso y supurante, como un agujero negro entre sus entrañas que escupía dolor a cada instante.
Ella también podría haber tenido una familia.
Pero no fue así.
Sin embargo, tal vez tuviera en su mano la opción de evitar que aquel hombre corriera su misma suerte. Esa despiadada y caprichosa suerte que, desde el primer pestañeo, le había ido arrebatando cada oportunidad que había ido presentándose ante ella.
Pero para eso, había que descubrir al traidor por un lado, y hacer recapacitar a Dhaida por otro.
Porque Laila, sencillamente, no podría soportar ni perdonar nunca que la moneda de cambio con la que pagar por su vida o libertad, fuese la de un hombre bueno que todavía estaba a tiempo de salvar a la familia que ella no llegó ni a rozar.
Las heridas ya tratadas de su reciente tortura eran la prueba de ello.
Buceando a solas en ese oleaje de recuerdos lejanos y cercanos, pensó en Faruq. La imagen de su amigo, arrodillado en aquel suelo mugriento y sumido en un desgarrador desconsuelo, taladró sus pensamientos. Reconocía ese tipo de llanto: reconocía las lágrimas de la perdida. ¿Cuánto de similar era lo que ambos habían sentido? A él también parecían haberle arrancado algo desde lo más profundo de su ser. La diferencia era que lo que a Laila le habían extirpado no era la esencia divina de lo más sagrado, sino el fruto de la única felicidad humana que había compartido. Y lo cierto era que la joven no sabía discernir cuál de las dos pérdidas era más dolorosa.
Y, peor aún: tampoco sabía muy bien qué camino debían seguir ahora.
Por Hna. Favnia
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