Todavía no les conocía, pero esto era lo más parecido a no estar solo, desde hacía demasiado tiempo. Un tiempo que, de alguna manera, había corrido a ratos, pero que en general se había arrastrado a lo largo de toda su vida. Lentos fueron los años en ese desierto, en ese puesto avanzado. ¿Avanzado, hacia dónde?-solía pensar. Avanzar es el concepto que menos le volvía a la mente cada vez que recordaba ese vetusto fortín perdido de la mano de los dioses. Hacía años que la ruta que guardaba estaba en desuso, y ya hasta las tribus habían decidido emigrar a tierras con más movimiento. Poco que hacer y mucho tiempo para pensar.
Entonces, de súbito, el tiempo quiso dar uno de esos acelerones. La caída de aquel borracho del puesto de vigía. Los gritos del hombre, rotas las piernas, mezclados con las risas de los compañeros que habían bebido con él hacía un rato. La llegada de los oficiales, las preguntas. Entonces conoció a Razdel, el cirujano del puesto. Llevó, junto a otro hombre, al herido al camastro. Allí vio que había médicos que podían ser algo más que carniceros y atiborradores de calmantes. Razdel le ordenó ayudar. No fue gran cosa, pásame eso, trae esto otro. Sujétale. El hombre no volvió a caminar, pero esa noche cambió algo, y los cambios no se olvidan fácilmente en un puesto avanzado. La siguiente semana parecía que el tedio del desierto y el hartazgo de esa guardia tiznaba menos la boca, cansaba menos el ánimo. En seguida identificó qué había sido, y, según notaba que los efectos de esa noche pasaban, quiso repetir.
Quiero ayudarle, aprender - dijo a Razdel, que leía sentado a la sombra del cuartel, la única de las edificaciones del puesto que podía ser llamada así. Quizás el tedio empezaba a agobiar también al médico, quizás no. El caso es que en pocos días distraía una o dos horas para ir aprendiendo, poco a poco. A pesar de la poca actividad, no faltaron algunas ocasiones para poner en práctica lo aprendido. Llevaban años sin ver siquiera de lejos a las tribus del desierto, pero nunca habían faltado las peleas de borrachos, caídas, enfermedades, y un más o menos largo etcétera de casos que, para un principiante, se antojaban cuanto menos interesantes y, tras ser solucionados, gratificantes.
Hasta que volvieron a ver a las tribus. Hasta que masacraron a la expedición que acompañaba a esa caravana. La ruta que pasaba por su puesto hacía mucho que no era usual. Si el puesto había seguido en pie, pensaba, era más culpa de la lentitud administrativa de su tierra para clausurarlo que de la utilidad para la defensa de algo. Pero esa caravana, por algún extraño motivo, había preferido usar esa ruta. Y, por algún motivo aún más extraño, la tribu se enteró.
Y el tiempo dio otro acelerón, y de repente todos estaban muriendo. Esas caras de aburrimiento destrozadas, los cuerpos de hombres poco disciplinados para el ejercicio tirados en el suelo. Muertos en vida y, ahora, muertos, simplemente. Y esta vez, los gritos eran un coro, de todos sus compañeros, enlazado con las risas de los guerreros de las tribus. Pudo haberse escondido, pero no lo hizo. No por valentía. Simplemente todo pasó tan, tan rápido. El tiempo ha sido extraño. No le vieron, a veces esas cosas pasan. Como que una tribu asole una caravana en una ruta apenas sin uso en años.
De repente, llegó él. Y le pareció al principio que era su mentor en la curación, aunque no era así. Rebuscó en su bolsa. Dijo unas palabras de ánimo, de calma. Aplicó algún ungüento, algún bebedizo. Algunos pudieron salvarse. Otros pudieron morir en paz, tranquilos. Cuando todo hubo terminado quiso hablar con él. Fueron unas pocas palabras, prácticamente nada. Pero recordó dos cosas. Un nombre. Un nombre y una ciudad.
El tiempo, caprichoso, volvió a aletargarse. Meses de explicaciones y esperar. No por los hombres del puesto, pero la caravana debía tener algo más extraño que su ruta, y los emporios comerciales curiosidad por dónde han ido sus bienes. Perdió la cuenta de los departamentos, de los funcionarios, de las preguntas. Al final, lo dejaron ir. Parecía que los años en ese puesto le habían pegado algo de ese pardo, de ese gris. De esos días tan parecidos unos a otros. Se había convertido un poco en su entorno. No para todos, claro. Siempre hay gente más despierta, a la que calan más las cosas.
En el puesto, a pesar del intento de ayuda de Razdel, se ganó la enemistad de los mandamases. Con todo lo sucedido parecía que la administración harrassiana empezaba a fijarse demasiado en la utilidad de ese puesto, y el trabajo cómodo de algunos empezaba a tener los días contados.
Al final decidió poner tiempo, y espacio, entre él y todo eso. No se sentía capaz de volver a quedar atrapado en esa vida otra vez. No con el recuerdo de todos esos muertos, que, a pesar de todo, vivieron más el día del ataque que en todos los días de todos los años anteriores. Tenía el nombre de un alquimista brillante, y una ciudad. Nased...
Por Karamafov
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